lunes, 18 de diciembre de 2006

Veterano de Ninguna Guerra.

Magallanes
April 24th, 2005, 12:38 AM


En 1978, el vendedor de seguros Luis Salazar era conscripto. Durante meses esperó, en plena Tierra del Fuego, con los dientes apretados y al borde de la locura, una guerra que no ocurrió. Un cuarto de siglo después su historia ayudó a crear el guión de "Mi mejor enemigo", la primera película chilena sobre aquel (casi) conflicto.

Punta Arenas. 2002. El vendedor de seguros Luis Salazar podía respirar tranquilo ese mes. Acababa de cerrar un buen negocio *la jubilación de un transportista de la zona*, y la comisión que le esperaba lo hacía sonreír a pesar del frío. Se sentía bien, abrigado y confortable, cuando un recuerdo lo asaltó. El helado viento no lograba penetrar su parka de pluma de ganso, pero el pasado sí, y hasta los huesos. "Ojalá hubiese tenido una de éstas cuando vine por primera vez", pensó. Siguiendo un impulso repentino, decidió no volver a Santiago. En lugar de eso, tomó una avioneta hasta Tierra del Fuego. Mientras las hélices del aeroplano rasgaban el silencio antes del despegue, Luis llamó a su esposa. Entre sollozos sólo alcanzó a hilvanar una escueta frase: "¿Sabes?, voy para la isla de nuevo", dijo antes de cortar. Maggi, su esposa durante 24 años (la misma cantidad de tiempo que Luis llevaba sin pisar la isla del extremo austral), llamó de vuelta. Pero del otro lado nadie contestó. La avioneta despegó y la señal se perdió. Era hora de que Salazar mirara su pasado a los ojos, desde las alturas del cielo.


BUENOS DÍAS, PATAGONIA

1978 fue el año en que las tropas chilenas se movilizaron hacia las fronteras a la espera de una posible invasión argentina. Todo, debido a que el Gobierno trasandino, comandado por el ex general Jorge Videla *quien posteriormente, al igual que el general Pinochet, debió enfrentar varios juicios por violaciones a los derechos humanos*, no acató el arbitraje internacional que confirmó la soberanía nacional sobre las pequeñas islas Nueva, Picton y Lennox. Fue el peor año para tener dieciocho y cumplir el servicio militar.

Lejos de la geopolítica, Luis Salazar salía de un barrio pobre de Conchalí con la idea de seguir una carrera castrense. "Estudié un par de años en la escuela industrial, pero no me gustaban los fierros", recuerda. "Siempre quise ser marino, pero como el proceso de postulación era muy largo, decidí entrar al Ejército. A los dos días me preguntaba: ¿Qué hago aquí?; En esa época la instrucción a los pelados era dura, no como ahora. Cuando me dio un fuerte lumbago me dieron a elegir si quería irme. Decidí quedarme".

Junio de 1978. Luego de dos meses de instrucción militar, la Compañía de Salazar hizo las maletas en el Regimiento Buin y llegó al aeropuerto de Santiago. Era la primera vez que los 120 conscriptos *provenientes de comunas populares como Conchalí, Cerro Navia y Pudahuel* se subían a un avión. Iban felices y sorprendidos. "Los jefes nos dijeron que íbamos a ir a un ejercicio de desembarco, no sabíamos dónde. Nos hicieron entregar toda la ropa militar. Cuando llegamos vestidos de paisa (civil) al aeropuerto y nos subimos a un avión comercial, quedó la cagada. ¿Para dónde vamos?, nos preguntábamos todos". La respuesta no demoró en llegar. Justo antes del despegue, los instructores militares se cuadraron en la entrada del avión. Pero esta vez el estricto tono marcial dio paso a una voz casi paternal. "Señores, hay un problema con nuestros vecinos en el sur y ustedes se van a defender la patria a Punta Arenas. Que les vaya bien. Usen todo lo que les hemos enseñado", recuerda Salazar que les dijeron antes de dejarlos solos en el avión. En lo primero que él pensó fue en el abrigo que su abuela le había puesto en la maleta. Lo segundo fue tener, a pesar del claro mensaje, la convicción de que jamás entrarían en combate. "Usen todo lo que les hemos enseñado". La frase resonaba en su cabeza. "Llevábamos dos meses de instrucciones y no habíamos aprendido nada", dice. "Sólo a disparar un poco y a triangular la mira. Nada más".

"Llegamos a las tres de la mañana. Muertos de frío, saltábamos en la losa del aeropuerto para calentarnos. Llegaba y llegaba gente al Regimiento Pudeto. Era la anarquía. Había sobre quinientas personas durmiendo apiladas en la mitad de la cancha y en el gimnasio. Imagínate, puros pelados con la misma instrucción. Nos mandábamos solos. Llegaban artilleros con parkas nuevecitas y nosotros con harapos. Al otro día nuestra Compañía tenía todas las parkas nuevas porque se las robábamos. El frío era tremendo y nos cuidábamos entre nosotros", cuenta. "No sabíamos si nos enviarían a Porvenir o a Puerto Natales, o a dónde. Nadie nos decía nada. Mirábamos el mapa para ver qué quedaba más cerca para viajar a Santiago. No cachábamos nada".

Luego de dos semanas de escuchar música, perder el tiempo y escaparse ocasionalmente a la ciudad a beber, llegó la hora de partir a la frontera. En medio de la noche *a esa hora se hacían todos los movimientos militares para evitar el espionaje aéreo argentino*, la Compañía de Salazar zarpó en una barcaza repleta de municiones y minas antipersonales. Al vaivén tormentoso de las aguas del Estrecho, la palabra "guerra" tomó por primera vez forma real y palpable en la cabeza de un tipo de 18 años. "Íbamos cagados de miedo".

Salazar y sus compañeros llegaron a a Puerto Porvenir, donde los recibió el comandante Vargas. "Nos dijo que nos llevarían al Regimiento número 11 Caupolicán, donde nos recibirían con una sopa caliente. Me volvió el alma al cuerpo. Pero en el regimiento no había nadie. Estaban todos en la frontera".

Esa sopa sería una de las últimas comidas calientes que Salazar probaría en meses.

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE

El paisaje de la pampa es inmenso, casi surrealista, con un horizonte que parece no tener fin. "La Patagonia es el lugar en que más cerca he estado del cielo", recuerda Salazar. "Parece que no existiese división entre el cielo y la tierra. Siempre le decía a Jaña (su mejor amigo en la trinchera): Mira, estamos cerquita del cielo. Si nos va mal nos vamos directo pa' arriba".

Ésa fue la primera impresión de Salazar al ver la Patagonia de día: la belleza del lugar. Era un rayo de luz en medio de una tormenta que todos los conscriptos se negaban a reconocer. A pesar de la crudeza de las palabras que oirían en Tierra del Fuego esa mañana, todos guardaban la secreta esperanza de la paz. "Nos explicaron por qué estábamos ahí, el asunto de las islas y su importancia en la proyección antártica. Nos decían: ¿Te gustaría que llegaran a Santiago, pescaran a tu mamá, la violaran y la mataran? Por eso estamos aquí, hueón, de nuestra isla no nos mueve nadie. Es que nos iban a dar con todo y teníamos que aguantar dos días. Estábamos cinco a uno en la isla. A cada rato nos repetían: ¿A cuantos argentinos tenís que matar? ¡A cinco, mi teniente!".

"Después de un tiempo, un día, antes del desayuno, nos informaron que partíamos a la frontera. Íbamos todos con miedo. Yo miraba al Ojitos Azules, un cabro re bueno, con cara de guagua. Ahí me di cuenta de que éramos todosÉ ¡súper cabros! Nos trasladaron en un camión para llevar corderos, ni siquiera en uno militar. Parecíamos ovejas. Nadie hablaba. Lo único que pensaba era en salvarme. Quería ver a mi mamá, a mi polola, hacer una vida normal".

La Compañía de Salazar llegó a Onaisin, donde los conscriptos recibieron entrenamiento de guerrilla. Luego Salazar fue trasladado al sector de Tres Arroyos, colindante con la frontera, como operador de radio. "A doscientos metros estaba la casa de un estanciero argentino que para nosotros era la frontera, porque la pampa es la pampa. No hay puntos de referencia". Entre tanto, Salazar recibió su primera carta. Era de Maggi, su futura esposa, que le enviaba una polaroid. De ahí en adelante, esa foto dormiría cada noche en el casco de Salazar.

La primera orden que recibió su sección fue cavar las trincheras. Pero nadie lo hizo. En la pampa, al borde de un conflicto que nunca llegaba, la rigurosidad de la jerarquía militar dio paso a un nuevo orden, dice Salazar. Su sección estaba formada casi íntegramente por conscriptos; sólo tenía un soldado profesional (sin contar los puestos de mando instalados varios cientos de metros atrás). "Lolitos recién salidos de la Escuela Militar", dice Salazar. La mayoría de su sección, según él, casi no acataba órdenes. Y los días se sucedían uno tras otro en un paisaje inmutable. De verdad no había novedad en el frente. "Es que nadie pensaba que nos iban a atacar, era en parte inconciencia propia de la edad y en parte que simplemente nos negábamos a creerlo. Yo me tiraba de espalda sobre el coirón y miraba que pasaran las nubes porque así me daba menos frío. Juntábamos los jabones y lo cambiábamos por aguardiente. Esa era nuestra vida. El arroyo pasaba casi congelado, así que no nos afeitábamos, no nos bañábamos, parecíamos guerrilleros. Después de venir del Regimiento Buin, donde todo era muy estricto, en la pampa éramos libres. Estábamos en Vietnam, bien hippies, nadie nos venía a molestar. Una vez un teniente le dijo a un pelado que se afeitara y el peladoÉ ¡le puso un combo! El respeto se ganaba de otra manera. En otra ocasión el teniente informa por radio: Veo luces en el horizonte, mi comandante, ¿qué hago, retrocedo o avanzo? Le respondieron: ¿Qué se ha creído? se queda ahí, huevón. Y le cortan. Él nos queda mirando y nos ordena: Todos para atrás. Íbamos retrocediendo con las cajas con balas y los sacos de dormir cuando Martínez, uno de los conscriptos más choros, le dice: No. Alto las papas, mi teniente. Nos quedamos. Vaya usted si quiere. Ahí perdió el mando. A ese teniente nunca más le hicimos caso".

Así pasaban los días. Cazando ovejas con el corvo y comiendo escondidos de los superiores ("de 50 kilos con los que llegué, me vine pesando 84. Comíamos cordero cada tres días"). Llenos de sabañones por el frío, durmiendo a campo abierto en pequeñas carpas, haciendo cucharita entre ellos para resistir temperaturas que bordeaban los diez grados bajo cero. Intentando olvidar la razón por la cual estaban ahí. Algo no muy difícil gracias al correr inmutable de los días en una pampa siempre igual; lo único que podía romper esa monotonía era algo que no se deseaba que sucediera: que las luces que desde el lado argentino irrumpían en la calma nocturna, avanzaran. Salazar y sus compañeros gastaban las horas jugando damas, conversando sobre el futuro, intercambiando cartas personales entre compañeros como si fuesen revistas, intentando no pensar en la muerte. "Así es la vida en la trinchera. Los días pasan terriblemente lentos. Uno se levanta y queda desocupado. No queda más que esperar algo que no quieres que llegue. Y que después de un tiempo, comienzas a desear. Que lleguen los argentinos para ver qué pasa. Si ganamos o perdemos. A veces hasta eso parecía mejor que la espera. No pasaba nada salvo las luces en la noche. Nos tenían locos. Habíamos llegado con miedo pero ya no. Estábamos entregados", dice Salazar.

EL DÍA D

"Un día de noviembre como a las 20 horas recibimos un mensaje por la radio: Probable desembarco argentino en costas chilenas. Llevábamos un mes y no teníamos hechas las trincheras. Le pasé el mensaje a mi teniente que a grito pelado nos decía: Evacuar, evacuar, todos al bosque. Esa noche fue tensísima. Quedamos en vigilia, pensando que se nos venían. Se veían luces, focos del lado argentino, como para que desembarcaran en la costa. De repente mi teniente me dice: Salazar, ¿me trajiste el Milo? No mi teniente, se me quedó allá. Anda a buscarlo, huevón. Pero cómo, mi teniente, voy a ir pa' allá, me van a tirar un foco y voy a explotar. Sabís que no vivo sin Milo, me dijo. Tuve que ir no más".

"Todos querían agarrar la metralleta. Abrían las cajas de municiones con las manos, y eso que se necesitaba un diablo para hacerlo. En la vigilia nos decíamos que teníamos que hacer el hoyo. El teniente nos retaba por no haberlo hecho. Yo pensaba que se nos venía la guerra, pero finalmente no pasó nada".

Junto a ese amanecer llegaron los cambios. Salazar y sus compañeros comenzaron a cavar durante varias noches sus trincheras. Desde ese día asumieron la inminencia de una guerra. "Después de ese día llegaron oficiales de la Academia. Ahí nos sentimos menos botados. Llegaron cuando teníamos los hoyos listos. Estaban fascinados con nuestra motivación. Llegaron más municiones, lanzacohetes. Sembramos minas antitanques. Un día de ese mes a todos nos llegó un bolso con una leche condensada, un par de calcetines, una cajetilla de cigarros y una carta de niños de una escuela de Punta Arenas. La mía era de un niño de siete años. Me decía que estaban contentos y orgullosos de nosotros, que estaba tranquilo porque los estábamos protegiendo", dice Salazar antes de quebrarse por primera vez. "...Fue demasiado motivante... Con esa carta llegábamos a Buenos Aires. Después de eso, todos éramos unos Rambo. ¡Viva Chile!, no más. ¿Cómo vamos a hacer llorar a los viejos de La Concepción? Nosotros no podíamos ser los fracasados de la historia. Ahora, decir ejército vencedor, jamás vencido, me parece un clisé. Estábamos en condiciones muy precarias, poco menos que a hondazos con los argentinos. Éramos pura voluntad. Lo único que queríamos era llegar al otro lado y violarnos a todas las argentinas. Sé que suena fuerte y que es pecado haberlo pensado, pero eran ellos o nosotros. Eso se siente esperando en una trinchera la guerra".

A principios de diciembre de 1978, Salazar junto a otros cinco soldados fue destinado a un P.A.C (Puesto Avanzado de Combate). Era la primera línea de fuego. Una trinchera en la mitad de una loma, a metros de la frontera. Su misión era avisar con tiempo la invasión argentina, entregar las coordenadas para el ataque de los morteros, disparar y replegarse. Fue en ese puesto donde Salazar vivió el momento más crítico del conflicto. El 22 de diciembre pudo cambiar la historia de ambos países. Aquel día la escuadra argentina fijó el desembarco a las 23 hrs. Se decretó alerta máxima. "Nos preparamos para resistir, con los ojos fijos adelante, recordando que sólo disparábamos al blanco seguro. Me acomodé la foto de la Maggi en el casco y le dije a uno de mis compañeros: ¿Sabís qué? Si salgo de aquí yo me caso con esta mina. Le escribí una carta a mi mamá: que se despreocupara, que estaba con un grupo de cinco hermanos que me cuidaban".

"El operativo era gigante comparado al de las noches anteriores. Había más tropas, más movimiento, muchas luces. Yo estaba seguro de que esta vez el ataque era real. Fue la noche más larga de mi vida", recuerda.

Una tormenta impidió la acción trasandina. "Como a las diez de la mañana escuchamos un ruido detrás de nosotros y despertamos de inmediato. No vamos a pelear. Se acabó la guerra, fue lo primero que nos dijo el relevo. El Papa ofreció su mediación y ambos países aceptaron. Fue volver a la vida. El regimiento era una fiesta, todo el mundo se abrazaba. Por primera vez en meses botamos los cascos y dejamos a un lado los fusiles".

SALAZAR GO HOME

Luis Salazar es un tipo que apenas se empina sobre el metro sesenta. Moreno, de piel curtida por la inclemencia del clima austral y la experiencia que marcó su memoria. Es un soldado que peleó una guerra que nunca llegó. Un conflicto armado que en las largas noches de vigilia, miedo, valentía y locura, terminó estallando silenciosamente en medio de su pecho. Y en el de toda una generación de conscriptos.

En 1979 entró a la Escuela de Suboficiales, pero dos años después salió de baja por una riña callejera. No fue la última de su vida. Una herencia silenciosa de sus tiempos de guerra, asegura él. Actualmente recorre las calles del centro de Santiago como vendedor de seguros. Cada tanto, en la calle, reconoce a alguno de sus ex compañeros de trinchera repartidos por la vida y cruza algunas palabras. Son carabineros, peluqueros, acomodadores de auto, adictos a la pasta base, bomberos, ladrones y vendedores ambulantes. Si hay algo que Salazar le agradece a Álex Bowen, el director que tomó varios elementos de su relato para filmar "Mi mejor enemigo" *y que además lo invitó a la Patagonia durante 20 días de la filmación*, es haberlo escuchado con respeto. Algo que, asegura, nadie hizo hasta ahora. "Al llegar a Santiago el 79 pensaba que todos iban a saber lo que habíamos hecho. Lo menos que esperaba era un reconocimiento público a todos los que estuvimos en la frontera, que el país nos diera las gracias. Pero pasó piola, como si nunca hubiese pasado nada. Anduve mucho tiempo con esa rabia buscando pelea. Trataba de desahogarme con mis amigos del barrio pero todos me decían: ¿De qué estái hablando?, si no pasó nada. Nunca hubo guerra. Claro, ellos estaban bailando John Travolta mientras nosotros defendíamos la frontera. Allá éramos verdaderos hermanos, nos cuidábamos entre nosotros. Esta experiencia nos afectó a todos, a unos más a otros menos, pero todos los que estuvimos ahí cuando éramos casi unos niños quedamos medio cagados. Yo siempre ando a la defensiva. Entro en cólera fácilmente. A veces, parece que nunca salí de esa trinchera".

Marcelo Ibáñez.

Reportaje sacado de la revista del diario El Mercurio.

lunes, 16 de octubre de 2006

GENEOLOGÍA: Apellidos, escudos y heráldica.

Garay.:
Vascongado, de la villa de Sopuerta, en el partido judicial de Valmaseda (Vizcaya), de donde pasó a Castilla e Indias.

Trae por armas: De gules, un prado cercado con palos de oro, entretejido con espigas de sinople y oro, y dentro de la empalizada un ciervo de oro con la cabeza vuelta a la izquierda, mirando a un águila de sable posada en su lomo y picándole en el lazo izquierdo del cuello, del que mana sangre.

Los de Bilbao traen: Partido, 1º de plata, una banda de gules cargada de una flor de lis de oro, acompañada en lo bajo de un árbol de sinople y un jabalí de gules atravesado al tronco; y 2º de plata, cinco rosas de gules puestas en sotuer.

Otros de Vizcaya traen: De gules, un roble al natural y dos leones de oro empinados a su tronco, uno a cada lado.

Otros de Vizcaya traen: Eescudo partido, 1º de gules, ocho estrellas de plata; y 2º de sinople, un hórreo de oro.

Los de Amorebieta traen: De azur, una cruz llana de plata sobre ondas de agua de plata y azur.

Los de Tudela traen: De gules, un león rampante de oro que lleva en su garra diestra una bandera de plata.

Los de Aragón traen: De oro lleno, con el jefe de azur. Bordura de gules con ocho aspas de oro.

Avendaño.:
Oriundo de Galicia, de donde pasó a Vascongadas, creando nueva casa en San Martín de Avendaño, en las cercanías de Vitoria (Álava). Según algunos tratadistas, derivado del de Mendaño. Trae campo de azur, una camisa morisca de plata, atravesada por tres flechas de oro con las puntas manchadas de gules.

Los de Vitoria traen: Campo de oro sembrado de roeles de azur. Divisa "Orozkoarren buru, Abendaño" (Abendaño, en memoria de los Orozco) en letras de gules sobre volante de plata.

Osorio.:
De origen gallego. Por armas trae: De oro, dos lobos pasantes de gules.

Rogel.:

Cabrera.:
Se remonta su origen a los visigodos, estando relacionado con la monarquía goda. Tiene como tronco a D. Osorio, primo y caudillo del rey Don Pelayo. En campo de plata, dos cabras pasantes de sable.

Bustos.: